Nunca olvidaré la mañana del 2 de junio de 1989. Fue el día en que mi vida cambió para siempre. Vivía en Hong Kong y, junto con varios compañeros activistas, decidí que había que estar en Pekín, cerca de la plaza de Tiananmen.
Tomamos un avión y en unas horas estábamos ya allí, justo en el lugar donde miles de chinos, hombres y mujeres, jóvenes y mayores, activistas, estudiantes y trabajadores, estaban haciendo historia.
Dispuestos a defender a los estudiantes que, cada vez más numerosos, llevaban semanas protestando en la plaza, estaban desafiando a uno de los gobiernos más poderosos del mundo sin nada más que sus palabras, su valor y sus cuerpos inermes.
Me registré en el hotel Beijing y me fui enseguida a la plaza de Tiananmen, que estaba a tiro de piedra.
Nunca había visto un ambiente tan electrizante. Había grupos de estudiantes, trabajadores y ciudadanos de a pie que mantenían intensos y animados debates sobre la corrupción, la libertad, sus derechos y los dirigentes del país.
Se escuchó un clamor inmenso cuando los estudiantes difundieron en la plaza su declaración en la que pedían democracia. Para mí, fue el momento de la verdad. Por primera vez en decenios, la gente corriente podía exhibir su propio estatuto simbólico en la Plaza del Pueblo. Nunca había visto antes tales muestras de esperanza, orgullo y efervescencia de energía idealista.
Pero las cosas se pusieron enseguida feas, y el 3 de junio por la noche, cuando comenzó la represión, el escenario era ya totalmente espantoso.
Recuerdo haber visto a centenares de personas correr por la avenida de Changan, empujando carretas con hombres y mujeres heridos, en busca de un lugar seguro y pidiendo ayuda a gritos. Vi mucha sangre. La sangre de las personas inocentes que sólo un día antes participaban del ambiente festivo.
Las ovaciones habían sido sustituidas por el sonido de las armas de fuego del ejército, que avanzaba hacia la plaza de Tiananmen. El suelo temblaba bajo nuestros pies por la gran cantidad de tanques que se aproximaban.
Alrededor de las diez de la noche me dirigí a las tiendas de campaña que la Federación Autónoma de Trabajadores tenía en la plaza. Los organizadores estaban desesperados y corrían, frenéticos, de un lado a otro, eliminando los documentos con nombres de simpatizantes y cualquier otra cosa que, en manos de las autoridades, pudiera poner en peligro su vida.
Luego dejaron las tiendas y marcharon hacia el ejército que avanzaba sobre la plaza con la intención de detenerlo. Algunas personas gritaban: "¿Cómo puede el gobierno hacer esto a nuestros jóvenes estudiantes? No podemos creer lo que está ocurriendo". La angustia, la rabia y el miedo de los manifestantes eran palpables.
A media noche, cuando las tropas avanzaban sobre la plaza de Tiananmen desde las afueras de Pekín, nos encontrábamos entre las decenas de miles de simples civiles desarmados que habían salido a su encuentro.
“Tenemos que ir a impedir que los soldados maten a los estudiantes de la plaza", recuerdo que nos dijeron unas personas que se dirigían hacia el peligro.
Tenemos que librar nuestra batalla; no sabemos qué nos va a pasar. Pero tienen que contar al mundo al verdad, a lo que nos enfrentamos y lo que hacemos", nos dijeron.
La multitud seguía caminando en dirección al ejército que se aproximaba. Éramos las únicas personas que iban en dirección contraria.
En la oscuridad de esa larga noche, oímos los disparos incesantes de los fusiles automáticos. Fue la noche más dolorosa de mi vida, llena de imágenes de sangre y heridas, y miles de manifestantes aplastados por los soldados y los vehículos blindados. No podía dejar de pensar en el dolor de los heridos, en la desesperación de los civiles frente a la represión militar, en la culpabilidad: no podía hacer nada para impedir la masacre.
En mi vida había visto tal grado de violencia, el sonido de los disparos, los gritos de dolor. Y no he vuelto a verlo.
Cuando salió el sol el 4 de junio, me encontraba en la terraza del hotel Beijing, frente a la plaza de Tiananmen, rodeada de activistas y periodistas de Hong Kong que estaban tan desesperados como yo por saber lo que estaba ocurriendo.
Imperaban la confusión y el miedo. Se seguía oyendo el penetrante zumbido de las balas al atravesar el aire cerca del hotel.
Con la ley marcial aún vigente, salir de Pekín y viajar de regreso a Hong Kong no era fácil. Había miles de soldados apostados por toda la ciudad y puestos de control en todas las intersecciones importantes.
Fueron de nuevo unas personas valientes quienes, pese a todos los riesgos que corrían, nos ayudaron.
“Queremos que salgan con vida de Pekín para que cuenten al mundo lo que ha ocurrido aquí Libraremos nuestra lucha aquí, pero no podremos contárselo ni mostrárselo al mundo. Por eso queremos que lo hagan ustedes por nosotros y por eso merece la pena que arriesgue la vida", recuerdo vívidamente que nos dijo nuestro conductor. Tenía lágrimas en los ojos, y su mirada me acompañará siempre.
Algunos días cuesta admitir que hayan transcurrido 25 años desde aquellas noches tan cerca de Tiananmen y apenas haya cambiado nada en mi país en lo que respecta a los derechos humanos.
La gente que vive en la China continental tiene prohibido hablar de lo que ocurrió entonces. Ahora, muchos estudiantes de la misma edad que tenía yo en la época de la represión probablemente no sepan siquiera que ocurrió ni tengan idea de la brutalidad que se ejerció en la calles por donde caminan hoy día.
Puesto que fui una de las muchas personas que presenciaron la represión brutal de Tiananmen, a menudo me preguntan qué he aprendido de aquellos sucesos. No hay más que una respuesta: "Jamás cejaré en nuestra lucha por la justicia y la libertad". No debe permitirse que las autoridades eliminen de las páginas de la historia lo sucedido en Tiananmen.